Di Salvo

LA AVENIDA DE MAYO
Progreso, modernidad, urbanismo

Arq. Rafael Iglesia

Detrás de toda intervención urbana, reflexiva y finalista hay una idea de la ciudad. Hay también motivaciones e intereses, pero estos últimos, expresables en lenguaje oral y escrito, necesitan encontrar una forma que permita la materialización de la acción.

La imagen: progresar

Las imágenes y formas que guiaron al primer urbanismo, desde el lejano oriente himaláyico hasta la Mileto de Hipodamo, nacieron de referencias al orden universal. Aclaro: las formas se referían daban, cuenta del orden universal en el que la ciudad se instauraba. La ciudad se lee como un texto, ha dicho Lefebvre. Ese texto da cuenta de muchas cosas, entre otras, de aquellas que el escriba -el urbanista o edil- quería comunicar.
En tiempos más cercanos, el urbanismo persiguió fines más utilitarios y más inmediatos, por lo menos en lo que llamarnos la sociedad occidental. Este pragmatismo guió la acción de Sixto sobre Roma, en el siglo XVI. Entonces el Papa franciscano, con el propósito de que los peregrinos pudieran desplazarse de basílica en basílica sin inconvenientes, abrió calles como surcos que atravesaban el tejido urbano medieval, al mimo tiempo que las experiencias renacentista sobre la perspectiva alentaban los trazados rectos y los puntos de vista únicos. Según Giedion aquí se inaugura la urbanística moderna: funcional, compleja, despojada de simbolismo.
Y así vamos a parar a la palabra “moderno” Sixto V abrió calles para guiar mejor el andar peregrinante; siglos más tarde, el Barón de Haussmann hendió al París medieval con idénticos propósitos de facilitar el traslado entre barrio y barrio: de gente, de mercaderías, de tropas. Esto es ya urbanismo moderno, como el mismo Giedion lo afirma.
Pero la “modernidad” de Sixto V se practicó sobre una ciudad sin industrias, en la que los problemas de hacinamiento no eran el resultado de la llamada Revolución Industrial, mientras que París, en pleno siglo XIX, es un excelente ejemplo de las rupturas y desajustes que los nuevos modos de producción han inducido en las metrópolis modernas. Por eso Francoise Choay pudo escribir “En este sentido, cuando Haussmann quiere adaptar París a las exigencias sociales y económicas del Segundo Imperio no hace sino una obra realista. Y el trabajo que emprende aunque sea una burla para la clase obrera, aunque extrañe a los estetas del pasado, aunque moleste a los pequeños burgueses expropiados y contrarie sus costumbres es, sin embargo, la solución más inmediatamente favorable a los dirigentes de las industrias y a los financieros que son a la sazón los elementos más activos de la sociedad (...) Se puede definir esquemáticamente este nuevo orden por un cierto número de caracteres. En primer lugar la racionalización de las vías de comunicación, con la apertura de grandes arterias y la creación de las estaciones de ferrocarril" (Choay, 14). A lo que sigue la creación de grandes parques y la construcción de nuevos sistemas de aguas corrientes, cloacas e iluminación.
He aquí los primeros trazos del perfil de la ciudad moderna, cuya imagen sería transportada a la Argentina en medio del impulso modernizador de la Generación del Ochenta.
Tiempo antes, cuando Sarmiento reflexionó sobre la ciudad en nuestro país, colocó en paralelo con su Civilización y Barbarie al Campo y la Ciudad; y hablando de la ciudad enfrentó a la ciudad hispánica, colonial, con la ciudad moderna, europea o norteamericana.
José Antonio Ande, cuando rescata la imagen de la vieja Buenos Aires, se preocupa por aclarar que los lectores, al conocer lo antiguo, apreciarán en su verdadero valor (por lo que hoy ven), el grado de progreso e ilustración a que hemos alcanzado.
Los viajes del sanjuanino le han llevado hasta las más grandes ciudades europeas y norteamericanas, vuelve con los ojos llenos de un dinamismo que muchas veces le oculta los aspectos más ruines de las aglomeraciones urbanas del siglo XIX, aquellos que tan bien denunciaron Owen, Fourier, Carlyle y Engels. De todos modos, la Argentina de después de Caseros, cuya clase dirigente se montaba sobre la idea de Progreso, cuando pensó en ciudades tuvo dos imágenes polares: la ciudad colonial, hispánica y patriarcal - a superar- y la ciudad progresista, liberal y europea (donde europea quería decir, sobre todo, francesa).
La ciudad colonial fue criticada por Sarmiento y cronicada por Wilde en “Buenos Aires desde setenta años atrás” (1881). El primero no ahorró acusaciones:
“La casa de azotea pierde su autoridad y empieza a ser indigna de la morada de un pueblo libre (...) toldo, rancho, casa de azotea, son formas plásticas del salvaje” (1879).

En bloque, condenaba a la ciudad colonial, invocando aún a la libertad. La mayoría de los críticos no distinguía entre vida urbana y situación política: la ciudad virreinal era propia de la opresión y además, como lo aseguró García Mansilla estaba llena de adefesios, era baja, de calles angostas... “El conjunto mareaba como una pesadill”.
Parece que ésta era la idea predominante aún. Y en una revista tan inclinada a la historia, como la “Revista de Buenos Aires”, el joven Adolfo T. Buttner, comentaba: "Nuestro deseo sería ver desaparecer esa cuartería de tejas -la ciudad colonial- que no sirve sino para hacernos recordar el tiempo de los españoles, puesto que a ellos es á quienes debemos tan novelesca arquitectura.” (Buttner, 143).
Por el otro lado, la ciudad moderna era la respuesta urbana lógica a una ideología que desde tiempo atrás se agrupaba alrededor de la idea del progreso. “Progreso” es una palabra clave, repetida una y mil veces justificando todo tipo de acciones. Pienso que la actitud progresista tomó cuerpo cuando Francis Bacón en su “Novum Organum” (1620) imaginó un mundo que avanzaba en conocimiento y en acciones a medida que el tiempo transcurría: “La humanidad es corno un hombre que nace y va creciendo y desarrollándose (...)” y así como esperaríamos de un anciano un mayor conocimiento de las cosas que de un joven, del mismo debemos esperar de nuestro tiempo mejores cosas que de la antigüedad. De allí que el hombre moderno posea mayor sabiduría Y se halle más cerca de la verdad que los antiguos, ya que la verdad es hija del tiempo. Esa idea, que le permitió al filósofo inglés soñar con veloces barcos sin velas y con asombrosos navíos aéreos, reemplazó la idea del transcurso del tiempo como un camino u oportunidad para llegara una meta, vieja idea judeo-cristiana donde la meta era buena o mala según el trabajo y el empeño puestos en el recorrido de la historia. La idea de progreso en su forma más reductiva, aseguraba el resultado positivo debido solo al transcurrir del tiempo. El tiempo no era ya una condición necesaria para mejorar, sino la condición suficiente. De allí que “progreso" era avanzar para bien, no implicaba ni derrotas ni deterioros.
Eduardo Wilde sintetizó esta idea en una frase:
“La luz del progreso tiene que verificarse forzosamente y el progreso está en todo”,
frase donde puede oírse el eco de Spencer:
“El progreso no es un accidente sino una necesidad”

Lo mejor de Buenos Aires, quiero decir quienes detentaban el poder político, económico y social, se agrupó en el Club del Progreso, fundado por Diego de Alvear a la caída de Rosas y cuya segunda sede estuvo, justamente, en la Avenida de Mayo recogiendo la palabra que ya Echeverría había entronizado en su “Dogma Socialista”.
Dentro de la fuerte idea del Progreso se alojaba la idea de lo moderno. Moderno era aquello que ajustándose a los tiempos, acompañaba o daba cuenta del Progreso. Quiero ahora analizar qué era lo moderno en materia de urbanismo.
Desde comienzos del siglo XIX, hubo observadores que señalaron las deficiencias urbanas producidas en las grandes ciudades europeas: el hacinamiento, la insalubridad, el caos formal, la segregación social. Desde Dickens hasta Marx y Zola, la ciudad europea decimonónica fue duramente criticada. París y Londres eran los ejemplos más comentados y se transformaron en el emblema de la ciudad del presente, moderna por actual. Pero cuando la palabra moderna adquiere la connotación de deseable, cuando se hace paradigmática, no puede aplicarse así como así a ciudades existentes: refiere a elementos o a porciones de ciudad que metafóricamente aluden a los paradigmas.
Choay nos habla de dos tipos de modelos: el progresista, que ella arma a partir de Owen, Fourier, Richardson, Cabet y Proudhon y que caracteriza como individualista, tipológico, racionalista, tecnocrático:
“Un cierto racionalismo, la ciencia y la técnica deben permitir resolver los problemas planteados por la relación de los hombres con el mundo y de los hombres entre sí. Este pensamiento optimista se orienta hacia el porvenir y está dominado por la idea del progreso.” (Choay, 21).

Este modelo es higiénico (Richardson) funcional (Fourier), ahistórico (Considerant) autoritarista y eficientista. Tiene como elementos al bulevard, los grandes parques, la red vial pavimentada, la diferenciación funcional. Choay construye su segundo modelo a partir de Ruskin y Morris y lo denomina "culturalista". Es un modelo holístico (unidad: la ciudad), orgánico, que evoca la “bella unidad perdida” y que maneja como emblema a la ciudad medieval.
“Se postula la posibilidad de hacer revivir un estadio ideal y pasado, mediante un "regreso" a las formas de ese pasado. La clave de ese modelo no es ya el concepto de progreso, sino el de cultura.” (Choay, 28).

En la práctica, este modelo establecía límites al crecimiento, respetaba a la naturaleza y nostálgicamente respetaba a la historia. Abominaba de la geometría:
“dameros, y más dameros siempre dameros, un desierto de dameros... Estos dameros no son prisiones para el cuerpo sino sepulturas para el alma.” (Ruskin, 38).

Estética orgánica, falta de prototipos, antiindustrialismo comunidad democrática, historicismo. Estas son las características más destacadas del modelo culturalista (Choay), entre cuyos elementos morfológicos se cuenta el cinturón verde, los monumentos religiosos, las plazas cívicas.
En Buenos Aires, es el primer modelo el que prevalece, aunque hay quienes proponen reformas urbanas que se atienen o acercan, al segundo. Las propuestas para La Plata evidencian este hecho: Dardo Rocha, quien ha mirado con atención las ciudades europeas, crea un equipo "progresista", mecanicista, higiénico, geometrízante que traza la ciudad antes de conocer con certeza la topografía de su ubicación. Cuando Burgos propone un diseño distinto, más orgánico, más historicista, no es aceptado.
La ciudad progresista, imaginada dentro del gran modelo liberal que encuadra a toda la sociedad, tiene precisas características urbanas: claro sistema vial (circulatorio); equipamiento higiénico (cloacas y parques); eliminación de tugurios. Uno de los principales elementos morfológicos de este urbanismo es el bulevar.
Cuando las grandes ciudades europeas crecieron desmesuradamente, desde fines del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, las primeras operaciones urbanas fueron cirugía directa: la apertura de calles.
La demolición de murallas permitió crear bulevares de cintura y los barrios más congestionados fueron atravesados por calles nuevas.
Así como la Plaza Real había sido el elemento urbano más destacado del siglo XVII, sobre todo en Francia, ahora es el turno de los bulevares, anchas avenidas arboladas que henden el viejo tejido urbano.
Bajo Luis Felipe el conde de Rambuteau ensancha la calle que hoy lleva su nombre en medio de otras acciones que se llevan adelante puntualmente, sin planes previos. Cuando Luis Napoleón sube al poder, tiene una idea clara de como convertir a París en una ciudad-metrópoli capital moderna (Sica) y su modelo es el modelo "progresista". El Barón de Haussmann se encarga de la tarea: apertura de calles pasantes, sistema de bulevares y carrefours, equipamiento sanitario. Llevar adelante estas acciones hacen necesaria una estructura administrativa centralizada, que Haussmann, Prefecto de París, monta como un reloj y donde coloca destacados técnicos.

En 1846, Sarmiento se había asombrado con los bulevares parisinos. Para 1880 no es aventurado conjeturar que la imagen del París haussmaniano era la que prevalecía entre la gente ilustre de Buenos Aires. Llanes señala que ya en 1869, el doctor José Marcelino Lagos concibió un trazado urbano de Buenos Aires abriendo avenidas y diagonales con plaza, y que en 1872 Carlos Carranza y Daniel Soler proyectaron una gran avenida de cincuenta metros de ancho que iría desde Plaza de Mayo hasta la de Once de Septiembre (Llanes, 30, 31).
En 1892, Thomas Turner conjeturó:
“Un argentino visita París; ve algunos de los magníficos y estratégicos bulevares de Haussmann, y siente el deseo inmediato de ver a su ciudad natal embellecida de una manera semejante. Su influencia es poderosa y sus visionarios diseños cautivan la imaginación de sus compatriotas que, si no otra cosa, son buenos imitadores”

Progreso, modernismo, imagen urbana francesa, he aquí el encuadre ideológico de la acción que culminó con la apertura de la Avenida de Mayo.

Dice Miguel Rojas-Mix:
“El modelo ideológico es un a priori para relacionarse con cualquier nueva realidad o para abordar cualquier experiencia nueva (...) La clase que detenta el poder es mimética y procura imitar los valores de la cultura dominante” (Rojas-Mix, 74).
“Lo fundamental, sin embargo, es el sistema de preferencias y valoraciones que hace que se adopte teórica y prácticamente un determinado esquema; es decir, la forma en que se gesta el modelo: la función que esa ideología dominante le atribuye, y las formas que va encontrando y seleccionando, tanto en las circunstancias prácticas, como en las fuentes histórico-literarias y en particular en los cánones de los preceptistas.” (Rojas-Mix, 75).

Buenos Aires había cumplido, hasta 1880, una función comercial clara: la de puerto exportador-importador, y una función política confusa: la de ser simultáneamente capital de la Confederación y capital de la provincia más poderosa. A partir de la promulgación de la Ley de Federalización (6 de diciembre de 1880), tiene que adaptarse a cumplir con la función política de ser únicamente la Capital de la Nación, lo que implica una función administrativa cada vez más compleja. Los cambios morfológicos: edificios, paisajes, calles, plazas, monumentos, tendrán que responder a las nuevas funciones Y lo harán a imagen y semejanza de las metrópolis europeas modernas.

Desde la "periferia”, Sarmiento ya había imaginado ilusionadamente esta mírnesis:
“¿No es, sin duda, bello y consolador imaginarse que un día no muy lejano todos los pueblos cristianos no serán sino un mismo pueblo, unidos por caminos de hierro o vapores, con una posta eslabonada de un extremo a otro de La tierra, con el mismo vestido, las mismas ideas, las misrnas leyes y constituciones, los mismos libros, los mismos objetos de arte?” (Sarmiento, 246).

Sólo le faltó agregar: las mismas ciudades. Practicar el arte a la europea terminaría por imponer el código de una poética única a todo el mundo. Se da al arte europeo un valor natural, para siempre y desde siempre. Pero en la situación histórica en la que vive Sarmiento, el destino final unitario no es ni siquiera el resultado de una integración natural universal, sino el fruto de una imposición de una cultura sobre otra. Imposición que en nuestro caso asegura el dominio de la iniciativa urbana. ¿Cómo? Primero se cosifica al modelo de la ciudad europea, se lo "naturaliza", dado desde siempre. Impuesto el modelo como “1o que debe ser”, son los conocedores de ese modelo los que tienen autoridad para decidir sobre la ciudad. La gente común, criollos e inmigrantes no tienen autoridad (y ellos mismos los sienten así) para hablar (decidir) sobre urbanismo.
Sólo los “ilustres” conocen el qué, el para qué y el cómo. Avalados por el discurso científico de los higienistas, interpretan el código del urbanismo progresista. Admitiendo el modelo en bloque, saben que ciertas acciones urbanas producirán efectos convergentes con los intereses del grupo dominante, que cubren desde el mantenimiento del poder político y económico hasta la especulación personal en el mercado inmobiliario.
El conocimiento es poder. La plebe no tiene modelo alternativo; unos, los antiguos residentes, porque sólo conocen la ciudad "patriarcal"; otros, los recién venidos, porque vienen de las zonas más pobres de Europa, sobre todo de Italia rural (Maeder).
Quienes conocen el modelo son Don Torcuato y sus técnicos; ellos saben cómo es la ciudad progresista, natural (cosificada), tan deseable como inevitable.
La opinión pública apoya las reformas urbanas y admite que éstas sean llevadas a cabo por “los que saben”, muchas veces inconsciente de que esto forma parte de un dispositivo de poder. El gaucho Anastasio el Pollo sólo puede oponer al nuevo mundo europeo, ironía, asombro e ignorancia. Aún sufriendo su extravagancia, acepta su superioridad. No puede decir no a la ópera, al Teatro Colón. No puede proponer otra acción, otro teatro, o lo que sea. No puede decidir, sólo le resta la pasividad.

El fin: modernizar

Buenos Aires debía ser progresista; por lo tanto, moderna. ¿Cómo expresar urbanísticarnente esta modernidad? El modelo progresista indicaba los elementos: equipando (higienizando); abriendo avenidas. "Paz y administración" ha prometido Roca como frutos de su gobierno: en el, orden municipal -la comparación es casi inevitable-, busca su Haussmann. Lo encuentra en Torcuato de Alvear, nacido en la ribera oriental del Plata, hijo del ilustre general Carlos María. Roca creó la Comisión Municipal y pronto, en 1881, designa en ella corro presidente a Alvear.
Más tarde, creado el cargo de intendente, le corresponde a Alvear ser el primero, el 14 de mayo de 1883. Ocuparía este cargo hasta 1887, la muerte le llegó en 189O, cuando regresaba de Europa para hacerse nuevamente cargo de la Intendencia, invitado por Carlos Pellegrini.
“Embellecimiento e higiene”, parecen haber sido los principales propósitos del urbanismo de Alvear (Budch Escobar, Beccar Varela) y así emprendió numerosas obras de saneamiento de arroyos (los terceros), de equipamiento sanitario (hospitales, cementerios, aguas corrientes) y de embellecimiento (arbolado, ampliación de avenidas, plazas).
Los elementos de este urbanismo eran tomados del modelo europeo, que los arquitectos de Alvear, Juan A. Buschiazzo y U. Courtois manejaban con habilidad. Pero quienes llevan adelante el discurso, quienes tienen autoridad para interpretar el “código” de la “modernidad” urbanística no son los arquitectos o ingenieros, sino los hombres ilustres, investidos de autoridad intelectual y política. Son los Sarmiento, los Cané, los Groussac, los Rawson, los Wilde, en nuestro caso el propio Alvear quienes poseen la palabra sobre la ciudad. Ellos escriben y comentan el urbanismo no sistemático que infieren, por estudio y experiencia del modelo europeo. En las cartas que Cané envía a Alvear desde Europa en 1885, se pontifica sobre la ciudad.



Son ellos quienes deciden qué es moderno en términos ya sea de las necesidades a satisfacer, de las propiedades que ha de tener la solución, o de los modos con que se logran las soluciones a partir de las necesidades originarias.
Una y otra vez se insiste en que los bulevares son condición necesaria de la modernidad urbanística. Sarmiento, aún opuesto a la idea de la Avenida de Mayo, pide paseos como los Campos Elíseos y bosques como los del Prado y el de Boulogne (cf. Sarmiento). Pide también "abrir dos o tres anchos bulevares para acabar con el último resto colonia¡ que le queda" (a Buenos Aires). Cané, desde Viena, pide bulevares anchos corno los de París, Viena y Berlín.
En 1882, en carta a Bernardo de Irigoyen, al proponer la apertura de la Avenida, Alvear explicita sus propósitos: “embellecimiento e higiene”, sancionada la Ley de la apertura (4 de noviembre de 1884). “La Nación”, en su edición del 2 de septiembre de 1885, insiste en los objetivos de “saneamiento” e “higiene” y en la necesidad de resolver el problema de la circulación en el centro de la ciudad abriendo una avenida “a la manera de una aorta”.
Carlos Pellegriní despidió sus restos en la Recoleta con estas palabras:
“Su obra fecunda está visible en todas partes y no olvidará Buenos Aires que lo vi un día, con pena verdadera, abandonar un puesto donde era difícil reemplazarlo, pues encarnaba en su genialidad excepcional toda la institución municipal, siendo a la vez pensamiento y acción, reformador y organizador (...)” (cf. Llanes, 19).

Mitre, desde París, escribió:
“Sentía por él, la gratitud que debe poseer todo argentino por los grandes servicios que él ha rendido a la patria, elevando su capital al primer lugar de las ciudades de Sud América” (cf. Llanes, 20).

Y al inaugurarse la Avenida de Mayo, en 1894, el intendente Federico Pínedo escribió a la viuda de Alvear, doña Elvira Pacheco:
“La Avenida de Mayo, proyectada y comenzada por la incansable y progresista iniciativa del ex intendente Municipal don Torcuato de Alvear, es hoy una realidad que aplaude con razón el Municipio de la Capital” "Si el atrevido pensamiento no hubiera surgido en un espíritu convencido v capaz de afrontar las dificultades quedan lugar las grandes empresas, la ciudad de Buenos Aires no contaría al presente con su amplia e importantísima vía pública, que a la par que señala uno de los más útiles y positivos adelantos edilicios, patentiza el grado de cultura que ha alcanzado” (cf. Llanes, 21).

He dicho que la Avenida de Mayo actuó como una sinécdoque de la ciudad moderna, representó al todo por la parte. Múltiples evidencias lo corroboran. Entre ellas, la siguiente:
“En estas noches ha podido observarse mejor que nunca, qué función importantísima ha venido a desempeñar la Avenida de Mayo en la vida de la ciudad. Ella representa otra civilización y evoca la imagen de lo que será el Buenos Aires del porvenir.” (“La Nación”, 17 y 18 de febrero de 1896).

Federico Rahola señala sus edificios “altos y majestuosos”, en contraste con el resto bajo de la ciudad (Rehala, 24); Arent la encuentra “extraordinariamente bella (...), la más hermosa de la ciudad” (Arcos, 73). Miguel Carie escribió, en 1901:
"figuraos un argentino que en los últimos cuartos de siglo sólo haya venido a Buenos Aires cada cinco o seis años (...) Marcha en un bulevard por donde era río; llegado a la plaza de la Victoria se encuentra con que fue todos los aspectos de su infancia, esas visiones que vinculan profundamente para una vida entera, se han transformado. En un primer regreso la torre del Cabildo desaparecida; más tarde la vieja recoba, luego el Teatro Colón (...) y por fin, la Avenida de Mayo, que se abre ante sus ojos, tan inesperada, tan insólita, que parece inverosímil" (Cané, 23).

Con lo que ratifica la opinión de Turner (1892):
“Acaso la obra pública de mayor magnitud de que pueda enorgullecerse Buenos Aires, después de las muy importantes de desagüe, es la celebrada Avenida de Mayo”.

Un recorrido rápido, que no vaya más allá de la Primera Guerra Mundial, demuestra que la Avenida cumplió con su cometido de significar modernidad, pero una modernidad referida a París; esa es la ciudad que la “imponente Avenida de Mayo”, que es un ejemplo con su ancha calzada y sus veredas espaciosas sombreadas por hermosos árboles, le recuerda a Jules Huret y a Georges Clemenceau que la encuentra:
“Tan ancha como nuestros mejores bulevares, a los que se parece por el aspecto de los escaparates y a la decoración de los edificios”.

José María Salaverría, concuerda:
“La Avenida de Mayo es la arteria principal. Tiene el corte de un bulevard parisino (...)”

Adolfo Posada, confiesa:
(Buenos Aires) “en el primer momento me recordó a París, por la Avenida de Mayo”.

Concluyo con Santiago Rosarios:
“Buenos Aires, como todas las ciudades, además de calles innumerables, tiene una calle que se puede llamar La Calle. En unos sitios a esto se llama rambla, en otros bulevard, en otros el paseo o la terraza. Aquí es la Avenida de Mayo.”
“Esta Avenida le Mayo es el sitio a donde se va a varar, véngase de donde se venga; es el cerebro de donde salen los nervios, es la central de teléfonos; es donde vive la araña en medio del telar, el punto a donde el forastero se encamina para orientarse cuando se pierde en el laberinto; es el motor que mueve la gran máquina.”
“Allá vamos como todo el mundo y de allí empezamos a correr para darnos cuenta de dónde venimos”.

Con Rusiñol se cierra el proceso semántico; el bulevard refiere a la ciudad moderna, la Avenida de Mayo refiere a París pero al mismo tiempo emblematiza a Buenos Aires. A un Buenos Aires moderno, claro está.
De ahí en más las referencias a la Avenida de Mayo mencionan a Torcuato de Alvear (aunque no inició la demolición -Crespo,1888- ni vivía cuando se inauguró la Avenida -Pinedo, 1894), quien propuso la idea en 1882; a París (o por lo menos a los bulevares europeos) y a la ciudad moderna (lo que a menudo supone diatribas contra la ciudad colonial):
“La piqueta demoledora ha debido durante años abrir brechas en barrios sórdidos, servidos por callejuelas lóbregas, para trazar avenidas que pusieran en evidencia los monumentos públicos, sofocados por construcciones invasoras y densas desarrolladas corno informes madréporas(...) y el paisaje ha surgido como invocado por un demiurgo” (Schiaffino, 12).
“Romper con la colonial monotonía del conmensurado damero colonial (...) El progreso urbano de Buenos Aires se inicia con la vibración de un carácter que denuncia poseer fibras de acertada decisión: don Torcuato de Alvear (...) alto y ancho portal sin goznes, para que el pueblo de Mayo, precedido por las verdades de la historia, entrara a enfrentarse con las muchedumbres del futuro(...) ancho camino promisor abierto al porvenir.” (Llanes, 124).

Estos ditirambos se repiten en épocas más cercanas:
“...en algún momento las ciudades dejan de ser un conjunto de puéblalos o un poblado que se expande con cautela, para volverse la imagen de sí mismas, la representación en la tierra de lo que van a ser. No sólo por la cantidad de manzanas, áreas cubiertas, cantidad de habitantes y densidad (...) también por las avenidas y más aún por el bulevard (...) de alguna manera Buenos Aires comenzó en 1895(...) Pero la avenida se construye luego con una celeridad que hoy parece milagrosa, y corno los bulevares de Haussmann en Paris y corno el Strand en Londres, inventa una ciudad nueva y se proclama eterna (...) Podemos imaginar a Buenos Aires sin la 9 de julio y sin las aragoneses, pero sin la Avenida de Mayo es una Buenos Aires anterior, mucho más simple, mucho más chata, mucho más colonial” (Moro, 12 y sgtes).

“Marcó una nueva dinámica para la urbe que con ella renacía. Señaló las líneas de su crecimiento, impuso el tono y el ritmo adecuados a la época y al país” (Tenenbaum, 13).




























Pero casi todos señalan, a la vez, que al lado de la Avenida queda una ciudad distinta, chata. Una ciudad a la que la Avenida no representa, ya que mira hacia un presente moderno que sólo se encontrará en el porvenir. Cuando el porvenir llegó, la Avenida de Mayo era ya vieja.

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